Conferencia Inaugural

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CONFERENCIA INAUGURAL

ALFREDO KRAUS EN LA HISTORIA DEL CANTO

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Vidal Peña

Señoras y señores:
Esta asociación lírica se constituye bajo el nombre de Alfredo Kraus; y aunque no está claro por qué hablo yo aquí, en este acto de presentación, en vez de cualquier otro socio fundador que lo haría mejor que yo, sí me parece que está claro el motivo de aquella advocación.
El nombre de Alfredo Kraus no es el de uno más entre los tenores “ilustres” (no muchos, la verdad) de los penúltimos y últimos tiempos; ese nombre significa una manera especial de entender y practicar el arte lírico. Y así, el artículo 2º de los estatutos de la asociación, al hablar de sus fines, no remite sólo a la “evocación” y perpetuación del recuerdo del gran tenor, sino también a los ‘valores culturales y educativos asociados a la música y al canto\€, en cuanto valores indisolublemente unidos a su figura. Es decir, que invocamos a Kraus además de evocarlo: se le evoca por haber sido un artista de primer rango, pero también se lo invoca por haberlo sido de cierto modo, según unos rasgos que lo definieron. Y el rasgo principal sería este: que, dentro del repertorio operístico en cuyos límites,sabiamente, se movió (pues fijarse límites es una clásica condición de la sabiduría), Alfredo Kraus se definió ante todo por su escrupuloso respeto hacia la disciplina del canto. Un canto que, en ese repertorio (aunque no sólo en él) ha sido el centro, o núcleo, del teatro musical, y así habría que entenderlo si no queremos desvirtuar el sentido de una parte muy importante de la historia de la lírica.
Todos sabemos que, históricamente hablando, la ópera se ha dicho de varias maneras. Desde luego, en todas esas maneras ( en el melodrama renacentista, barroco y neoclásico, en la ópera romántica o en el drama musical wagneriano o verista, o en los impresionismos, expresionismos y demás), en todas ellas, el teatro musical ha sido siempre, claro está, “algo más” que canto Pero en una parte importantísima de su historia (cuantitativamente hablando, la más amplia), siendo “algo más” que canto, la ópera ha sido sobre todo canto. El peculiar “dramatismo” de la acción escénica operística se ha transmitido a través de la palabra cantada como hilo conductor; palabra cantada (decimos) y no hablada, y por eso se distancia radicalmente del lenguaje hablado “natural”, y tiende a transmitir aquella acción dramática sirviéndose de ciertas convenciones (“artificiales”) de estilo de canto.
Convenciones que fueron vistas por sus creadores como inseparables de la acción dramática misma, y no como “añadidos” más o menos prescindibles. Es cierto que las convenciones variaron de algún modo según las épocas. Así, desde la relativa sencillez vocal de los primeros melodramas (los aparecidos hasta finales del siglo XVI y principios del XVII), se fue pasando a las prolijas exigencias técnicas de la ópera barroca y neoclásica, período centrado en el canto de castrati y primedonne, que representaron el punto culminante del canto como especialidad, como “maestría” en un oficio: ése fue el autentico bel canto, en el sentido más estricto del término. Después, el nuevo ámbito burgués de la ópera alteró también el ancien régime del canto mismo, y las exigencias técnicas se simplificaron: aquella “abstracción” del melodrama aristocrático fue substituyéndose por el “realismo”, y en ese mundo los castrati desaparecen (como resultado de un conflicto de valores, estéticos y éticos, en el que los estéticos no pudieron ser ya los decisivos) …De todas maneras, todavía con Rossini (que es el episodio final del bel canto más estricto) los niveles técnicos siguieron siendo muy altos, especialmente en sus óperas serias. Luego, el romanticismo ya podó drásticamente la fronda técnica del bel canto, pero desde luego no terminó con el buen canto; el romanticismo siguió requiriendo una técnica vocal y una conciencia estilística para expresar los variados sentimientos transmitidos por la palabra cantada: por ejemplo, siempre había que smorzare, que sfumare, que mantener la homogeneidad vocal en los diversos registros, etc.; y además aparecen en el romanticismo ciertas exigencias nuevas, como cuando, por ejemplo, el canto llamado “de pecho” del tenor se extiende ( lo que antes no ocurría) a la zona sobreaguda (y por lo demás, las voces femeninas “románticas” siguen teniendo que afrontar bastante canto ornamentado). Después, con el wagnerismo o con el verismo, el canto vuelve, es cierto, a aproximarse al lenguaje hablado, pero “aproximarse” no quiere decir “identificarse”.
Y así, en el wagnerismo, y aunque importe mucho a efectos de modificar el estilo de canto el hecho de que la orquesta desplace a la voz como hilo conductor, sin embargo las técnicas fundamentales vocales subsisten (junto con la “artificiosidad” que conllevan); o, al menos, cuando subsisten todo funciona mucho mejor (un ejemplo: si recordamos a aquel Lauritz Melchior, conservado por alguna grabación, que bordaba el primer acto de La Walquiria –aquel Siegmund matizadísimo-, nos damos cuenta de que el canto del tenor wagneriano no tiene por qué reducirse a monótona declamación: ser un Heldentenor, un tenor “heroico”, es compatible con la variedad de matices expresivos y la consiguiente ductilidad vocal; claro que Melchior era Melchior, y a ver dónde están hoy tenores wagnerianos ni siquiera parecidos).
Y luego, con el verismo, tampoco tiene por qué extinguirse el canto legato, ni las básicas técnicas de respiración, paso de registro, sonido “en la máscara”, etc., aunque bastantes cantantes afectos al verismo las descuidaron (pero, yendo a otros ejemplos, no es lo mismo escuchar un fragmento declamatorio, típicamente verista, declamado por un Caruso o un Lauri-Volpi que por cualquier desgañitado emisor de berridos desapacibles. Estoy diciendo, entonces, que las convenciones de estilo de canto varían, en complejidad e intensidad, pero hay convenciones que nunca desaparecen. Además, ese canto más o menos estilizado está presente en momentos históricos tan importantes como la ópera mozartiana, la rossiniana, la romántica, y sigue estando presente en Verdi o en Puccini; las exigencias serán mayores o menores, el canto será más o menos ornamentado, más o menos vigoroso, pero las demandas técnicas, incluso cuando son menores siguen siendo altas. Y además, como todos sabemos, a lo largo de importantes tramos de la historia de la ópera muchas obras se compusieron pensando el compositor, precisamente, en las voces y estilo peculiares de los intérpretes que iban a cantarlas; o sea, pensando en el canto. Insisto en que el canto sostuvo gran parte de la ópera histórica porque ese canto era considerado dramático por sí mismo. El canto era el drama; los contenidos dramáticos se daban fundidos con las voces: con sus características físicas, asociados a los roles, y con su empleo según reglas.
Ahora bien, de todas formas hay que decir que, aunque la mise en scène o los movimientos escénicos de los actores- cantantes fueran considerados secundarios, esos aspectos no-vocales siempre fueron apreciados por el público, ya que el teatro musical también era, inevitablemente, un hecho visual. Y así, ya en la propia época de Rubini (en los años 30 del XIX), los mismos espectadores que admiraban el “canto angélico” del gran tenor le reprochaban un excesivo “estatismo” escénico; y un tenor al parecer de imponentes medios vocales como Giuseppe Fancelli (que cantó por los años 60 y 70 del XIX) era objeto de burlas porque sus recursos como actor se limitaban a extender una tras otra las dos manos, hacia delante, estirando los dedos… y por eso los aficionados le gritaban “¡cinco y cinco, diez!” … La elegancia de movimientos y el cuidado del gesto siempre contribuyeron al éxito: está documentado que una Adelina Patti, de voz y técnica soberanas, encantaba además por su juego complejo de gestos y actitudes. Los públicos siempre fueron sensibles a las virtudes escénicas de los cantantes, y también a los valores de las puestas en escena… todo ello entendido, eso sí, como complemento o como marco de la acción dramático-vocal, y no como el centro mismo del asunto. Bien: ya sabemos que eso ha cambiado mucho en los penúltimos y últimos tiempos, y que el canto ha pasado a se visto, a lo sumo, como “un elemento más” del espectáculo, e incluso como secundario: y eso, hasta en aquel repertorio en que, históricamente hablando, habría de ser central. Se viene diciendo hace tiempo que una “nueva sensibilidad” actual reclamaría que captásemos las óperas del pasado reconstruyéndolas como espectáculo global desde el presente. Todo ello ha tenido que ver con la progresiva substitución de los cantantes por escenógrafos y registas como columna vertebral de la ópera (debido a causas sociales y políticas que no podemos desentrañar aquí); escenógrafos y/o registas que han ido desempeñando cada vez más un papel creador (a veces inteligente y brillante, a veces no tanto, y otras veces simplemente estúpido): digo papel creador, y no ya auxiliar o complementario. Para ello se justifican con lo que (trasladando el vocabulario político al ámbito estético) se llama el valor “progresista” de sus propuestas creadoras. Por discutible que sea todo ello (y yo creo que lo es mucho), en todo caso también todo ello parece ya algo socialmente (y políticamente) irreversible, y en todo caso no podemos debatirlo aquí. Parece ser que hoy los públicos (y no digamos la crítica) se han convencido de que en música escénica hay que ser progresistas actualistas (o sea, hay que modificar las obras del pasado según propuestas creativas escénicas del presente)…
Por cierto (y permítaseme un paréntesis) que, en cambio, con la música no escénica, sino puramente instrumental, no sucede lo mismo, sino lo contrario. Como sabemos, en música instrumental, quizá curiosamente, lo “progresista”, hoy, consiste en ser precisamente historicistas (no “actualistas”): o sea, en interpretar las obras con instrumentos de época y según más o menos presuntas prácticas de ejecución también de época; es decir, ateniéndose rigurosamente al pasado en cuanto tal pasado. En fin, son posibles paradojas del “progresismo” artístico actual, en las que no vamos a entrar, por interesantes que puedan ser.
Quedémonos con lo que venimos diciendo, a saber, que hay toda una gran masa de creaciones operísticas en las que el canto, según ciertas convenciones de estilo, fue siempre central. Y es por respecto a ello como la figura de Alfredo Kraus resultaría significativa. Vamos a decir ya un poco de esa figura y de esa significación; de antemano digo que hablo aquí por mí, y que no pretendo “representar” a nadie, aunque es posible que algunos coincidan con lo que yo diga.
Daré mi impresión personal acerca del sentido general de la personalidad de Kraus en el mundo de la lírica; no conozco bien su biografía en detalle, y además creo que en un acto como éste importan más los rasgos generales que los pormenores.
Para medir el alcance de la personalidad de Kraus me parece necesario aludir al contexto histórico en que surgió. Kraus comenzó su carrera como cantante de ópera en la segunda mitad de los años 50, y lo hizo un poco después de que apareciesen Franco Corelli y Carlo Bergonzi (moviéndose dentro de la cuerda de tenores, que aquí es un punto de referencia obligado). Sin perjuicio de las diferencias entre ellos, también Corelli y Bergonzi son dos nombres cimeros, contemporáneos de Kraus y que comparten con él cierta “posición común” en aquel  contexto histórico: una posición de “saneadores” del canto. Aquellos 50 eran de profunda crisis de voces y estilo de canto en el mundo de los tenores de ópera (en los 50 no faltaban voces femeninas que venían reaccionando brillantemente contra la crisis general: baste recordar nada menos que a la Callas, pero también a una Tebaldi o a una Simionato; pero con los tenores no ocurría lo mismo) Aquella cuerda tenoril que, en los años 20 y 30, y pese a la presión del verismo, había dado una buena cosecha de nombres ilustres (recordemos: Lauri-Volpi, Martinelli, Fleta, Lázaro, Pertile, Schipa, Gigli, Roswaenge, Thill… u otros menos espectaculares pero hoy bien añorables: Merli, Cortis, etc.) había declinado en los años 40 y 50: no había nuevas figuras importantes, y un Gigli o un Lauri-Volpi sobrevivían, ya no en plenitud, como estrellas de otro tiempo.
El canto de los tenores volaba bajo, y encima ante la complacencia de un público cada vez más dado al disfrute de la simple estentoreidad como única virtud apreciable. Apenas un Tagliavini o un Valletti mantenían el decoro; pasaba por figura excelsa un Mario del Mónaco (de grandes recursos en bruto, pero poco amigo del pulimento vocal), o seguía pasando por figura lo que quedaba de un Giuseppe Di Stéfano, cuya preciosísima voz originaria había caído pronto en picado, refugiándose en la demagogia de la agitación espasmódica indiferenciada como presunta “expresividad”..
En este paisaje decadente surgieron aquellos tres tenores, protagonizando una misión más noble que la de otra tríada famosa más reciente. Corelli, con una voz soberbia por extensión y volumen (era sobre todo increíble cómo conservaba el volumen en toda la extensión), pero que además solía respetar las reglas de un canto correcto: la voz era enorme y poco propicia para sutilezas exquisitas, pero de todas formas él no daba gritos (se le reprochó una tendencia a los portamentos “arrastrados”, pero creo que eran peccata minuta comparados con su vigor, brillantez y dignidad vocal: un Calaf o un Don José de Corelli eran extraordinarios, pero también sabía hacer un Manrico). Por su parte, Bergonzi y Kraus, cuyos medios innatos eran menos previlegiados que los de Corelli, representaron el papel de dos maestros de estilo más refinado, y vinieron a recordar a los públicos las buenas maneras de un tenorismo cuidadoso de la técnica tradicional. Entre sí, desde luego, eran distintos. Bergonzi no poseía un timbre singularmente atractivo (más bien tiraba a opaco), y no había que esperar de él agudos esplendorosos (aunque sí bien entonados y homogéneos con el resto de su voz); pero su punto fuerte estaba en la admirable ligazón, en su acento aristocrático, pero a la vez puntualmente enfático cuando los papeles lo requerían (y en esto, siendo bueno en todo, lo era especialmente en Verdi: su Ernani, su Riccardo del Ballo, su Don Alvaro o su  Don Carlos han quedado ahí, no superados por nadie –creo yo- de los que vinieron después). Y cuando quería (que no quería siempre) era capaz de excelentes medias voces y abundancia de sfumature.
Y en ese contexto “depurador”, ¿qué decir de Alfredo Kraus? Kraus no poseía una “gran voz” en el sentido en que lo era la de Corelli; por otro lado, creo que hay que reconocer que, sin ser en absoluto incapaz de medias voces ni de variedad de coloridos, se rigió en eso por un principio de sobriedad que a veces pudo dar la impresión de avaricia, sobre todo al principio de su carrera.
Ahora bien: desde el principio tuvo por atributo un control vocal absoluto, una entonación rigurosísima: en suma, una línea de canto intachable (y en eso estaba por encima de Corelli). Por otra parte, Kraus, que dominaba el canto sul fiato y el paso de registro al igual que Bergonzi, poseía una zona aguda más extensa: alcanzaba normalmente el do4 y el re4, y hay testimonios grabados de algún mi bemol.
Y sin embargo, pese a todas sus virtudes y iniciales, creo no equivocarme al recordar que Kraus, en la primera parte de su carrera, no llegaba a convencer del todo a una buena parte del público. Mis recuerdos personales de aquellos se refieren al Campoamor, y a un público del Campoamor que admiraba casi en exclusiva, tocante a los tenores, los alardes de potencia y el desgarro más o menos “verista”; pero parece que en otros lugares pasaba lo mismo. Cierto que el primer Kraus era un tenor lírico-ligero de volumen relativamente reducido… y algunos lo encontraban demasiado reducido; no era raro que por aquí se dijese, en aquella época, y “perdonándole la vida”, que Kraus era “un tenorín”: yo lo oí decir, y otros me dicen que también lo oyeron. Pero había entonces algo más decisivo, a saber, que el equilibrio y mesura de su estilo eran interpretados a menudo como frialdad. Esta fue en tiempos una gran quaestio disputata : la famosa cuestión de la “frialdad” de Kraus. Yo creo que esa frialdad se la reprochaban, más bien, los que deseaban “altas temperaturas” a toda costa (y aunque las altas temperaturas amenazasen con fundirlo todo): es decir, los que parecían preferir que, p. ej., el tenor de Rigoletto cantase como el tenor de Cavallería… Y yo no deseo decir que la ópera verista no sea perfectamente respetable, como un producto histórico representativo de cierta sensibilidad social, y que produjo alguna obra maestra, como esa misma Cavallería que acabo de mencionar… Pero lo malo era que los modales veristas del canto habían invadido el repertorio no-verista, y eso era lo que no podía ser, y a lo que Kraus, claro está, se negaba. Así que Kraus, fiel a sus principios y su trayectoria, tuvo que convencer al público que el buen canto de tenor no se reducía a la tensión y agonía permanentes, y de que no era mérito principal ser estentóreo. Aquella impresión de frialdad (totalmente injusta, a mi entender y al de muchos otros) obedecía, como digo, a un gusto poco discriminador por parte del público, pero también a algo que era precisamente una virtud del canto de Kraus, a saber, su facilidad aparente. Lo que era fácil parecía frío. Aquella emisión regular y no forzada, el canto sostenido por el fiato, el discurso de la voz con admirable fluidez, y el paso de registro correcto, de manera que agudos y sobreagudos surgían sin que ni el sonido se abriese ni se estrangulase, sino como prolongación normal del resto de la voz… todo ello les daba la impresión, a los oyentes habituados a otra cosa, de que tenía poco mérito: allí no había “sufrimiento”… Pero el sufrimiento no es un mérito (al menos a secas y por sí solo), y en cambio la facilidad sí es una virtud: virtud, por cieto, de técnica, de oficio, que implica trabajo y disciplina… para que el resultado sea precisamente aquella facilidad.
Sin duda, Kraus ganó en volumen con el paso del tiempo.
Pero no creo que ello ocurriese porque él procurara (como otros muchos) ensanchar a toda costa el centro o médium de su voz; si hubiera sido así, ello habría repercutido negativamente en la facilidad y calidad de sus agudos (como les pasó a tantos otros); pero a  él no le pasó eso: precisamente su registro agudo siguió siendo excelente hasta el final de su carrera. Yo ignoro cómo consiguió la ganancia de volumen, pero en todo daso esa ganancia no hizo sino mejorar su ya magnífico nivel del principio, sin obligarle a salir del repertorio que desde muy pronto se marcó.
Y aquí volvemos a lo que ya dijimos que nos parecía otra virtud de Alfredo Kraus. Mantenerse dentro de los límites, bastante estrictos, de un repertorio determinado garantizó un permanente nivel de calidad, e hizo posible aquella envidiable seguridad que poquísimos tenores han alcanzado (yo dudo de que la haya alcanzado ninguno); con Kraus en escena no había temor al fracaso, porque él podía estar un poco más o menos bien, pero siempre estaba. El repertorio en que se mantuvo firme fue, como bien se sabe, fundamentalmente el de la ópera italiana romántica y la opéra lyrique francesa: el que más se adecuaba a su voz y estilo. Ciertamente, hubo “excursiones” hacía óperas no estrictamente incluidas en esos tipos; así, fue, p. ej., un espléndido Fenton del Falstaff verdiano, pero el canto de Fenton es, precisamente, una incrustación lírico-romántica dentro de una ópera que, en su conjunto, desborda ampliamente la calificación de lírico-romántica…Y hablando de excursiones, hay una cosa que nunca he entendido bien. A saber, por qué Kraus no ha pasado especialmente a la historia (al menos, no suele reconocérsele eso) como un tenor mozartiano, cuando no le faltaban, sino que le sobraban, cualidades para ser estimado como tal. Todos sabemos que había roles mozartianos, como Tamino o Don Ottavio que Kraus hacía muy bien; y además (acaso de ahí venga la falta de reconocimiento) daba a esos personajes un acento viril, seguramente mucho más genuinamente “mozartiano” que el de otros muchos tenores, o tenorcillos (generalmente de extracción anglosajona o alemana) que pretenden hacer pasar cierta emasculación vocal por “mozartismo” exquisito…Por otra parte, Kraus no se dedicó mucho a Rossini, salvo (que yo sepa) al Almaviva del Barbero; ahí quizá temió, no la zona aguda rossiniana  (que él podía sin duda dominar) sino un canto de agilidad para el que acaso no se sentía tan bien dotado como para el canto de la ópera italiana romántica y la ópera lírica francesa. Es decir, un canto más spianato, menos ornamentado que el bel canto estricto.
Como quiera que sea, él se puso unos límites y dentro de ellos logró la máxima excelencia; insisto en que eso, para mí al menos, es prueba de sabiduría en general, y de honradez profesional en particular.
Y así su trayectoria fue en ascenso, convenciendo cada vez más a los públicos sin necesidad de traicionarse a si mismo. Y cuando las inercias de un gusto averiado dejaron en parte de funcionar, muchos empezaron a ver en Kraus al gran maestro indudable que era. Como maestro ejerció una influencia positiva: hizo mucho porque las cosas mejoraran (el gusto del público y la formación de los cantantes). Hoy se canta mejor que en aquellos 50, y, en parte, (y sobre todo por lo que toca a las voces masculinas), gracias a su ejemplo. Maestro, pues, y si no maestro del bel canto en el sentido más estrictísimo del término (pues su repertorio no lo incluía prácticamente), sí lo fue del gran canto lírico-romántico: el de Puritani, Favorita, Lucía o La hija del regimiento, y, desde luego, el de óperas francesas como Faust, los Pescadores, Mete (pero tampoco lo hacía aque Werther de “referencia” que fue Georges Thill), porque para comunicar el refinado lirismo del papel se bastaba con su voz natural, empleada como lo hacía.
Bajo la advocación de este gran señor de la lírica nace esta asociación, que no sólo procurará recordarlo, sino intentar actividades relacionadas con ese canto, del que ciertos aficionados seguimos creyendo que es la espina dorsal de tantas y tantas óperas. Una fuente inagotable de placer y de emoción, pero también de afinamiento del gusto y del sentido crítico, a la que se hace duro renunciar